Felipe III, los moriscos y el mito de la España cerrada: un espejo para hoy
Felipe III, los moriscos y el mito de la España cerrada: un espejo para hoy
Por La Guardilla Podcast · 29 julio 2025
En pleno debate contemporáneo sobre inmigración, seguridad y frontera, conviene detenerse en una página del pasado que rara vez se recuerda más allá del tópico escolar: la expulsión de los moriscos durante el reinado de Felipe III (1609–1614). Aquella decisión, presentada como defensa de la fe y de la unidad del reino, tuvo más que ver con crisis de gobierno, miedo social e intereses económicos que con religión. Y su consecuencia inmediata fue un país más pobre y más dependiente.
Un reinado sin proyecto
Felipe III llegó al trono sin una visión clara. Su gobierno estuvo mediatizado por la figura del valido, el duque de Lerma, y su política interior navegó entre la inercia y el gesto simbólico. En ausencia de reformas profundas, la solución fácil fue buscar un enemigo interno que cohesionara al reino y desviara la mirada de los problemas estructurales.
Los moriscos, obligados a convertirse al cristianismo desde 1502 pero señalados como “sospechosos”, se convirtieron en la diana perfecta. La expulsión se presentó como defensa de la pureza religiosa; fue, ante todo, una operación de propaganda.
«No resolvió una crisis: la maquilló. Y el coste social lo pagó el país entero.»
Una economía sostenida sobre quienes luego fueron expulsados
En Valencia, Murcia o el valle del Ebro, buena parte de la agricultura intensiva dependía de mano de obra morisca. Cultivaban arroz, mantenían acequias, trabajaban viñas, desarrollaban artesanías y oficios especializados. Su expulsión dejó campos sin recoger, arrendamientos vacíos y una crisis inmediata en los territorios que más contribuían a las rentas reales.
Lo irónico ocurrió después: muchos nobles comenzaron a reincorporar a antiguos moriscos —bajo otros nombres, con menos derechos— para seguir cultivando sus tierras. La expulsión se convirtió así en un mecanismo para reducir salarios y aumentar dependencia.
Una España menos homogénea de lo que el mito cuenta
Existe la tentación de imaginar una España antigua uniforme, cerrada y culturalmente monolítica. Sin embargo, la realidad histórica desmiente esa imagen. La península fue espacio de encuentro mediterráneo: comunidades judías, cristianas y musulmanas convivieron durante siglos; los puertos comerciaron con el Magreb y Oriente; el mestizaje cultural y biológico fue continuo.
Incluso en pleno siglo XVI, en los años de mayor presión inquisitorial, la vida económica dependía de esos intercambios.
Una lección para el presente
Hoy, el discurso contra los inmigrantes magrebíes se articula bajo una lógica parecida: presentarlos como amenaza cultural o económica mientras sostienen sectores enteros del trabajo agrícola y de cuidados. Murcia, Almería o Huelva lo saben bien: decenas de miles de jornaleros extranjeros mantienen el sistema alimentario y la exportación hortofrutícola.
El señalamiento no protege al trabajador local. Lo precariza. Divide a quienes comparten explotación y beneficia a quienes controlan la tierra y el capital. Ayer se llamaban moriscos; hoy, migrantes.
Un mismo patrón, con siglas cambiadas
La expulsión morisca empobreció al país y reforzó a una nobleza rentista. Hoy, el uso político del miedo recoge esa misma lógica: menos soluciones estructurales, más identidad como arma electoral. La guerra no se libra entre pueblos, sino entre quienes producen riqueza y quienes gestionan privilegio.
La historia no repite, rima. Y el eco que devuelve este episodio es claro:
No es un choque cultural. Es una lucha de clase donde el racismo actúa como herramienta.
Si algo enseñan los moriscos es que la diversidad nunca fue el problema. Lo fue —y sigue siendo— la desigualdad gestionada desde arriba. La paz entre pueblos no nace de expulsar, sino de reconocer que trabajamos del mismo lado del campo.

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